martes, 9 de agosto de 2011

A son de qué

Cuando invade tu ámbito doméstico, sin previo beneplácito, un melodioso sonido proveniente del aparato musical de un convecino, es cuestión de tiempo que el sonido se torne ruido y el convecino, un tirano de tomo y lomo. Y a mayor abundamiento, se está instaurando la perniciosa costumbre de que, las más de las veces, de nada sirven legislaciones autonómicas o estatales u ordenanzas municipales, que fijan la prohibición de sobrepasar unos determinados decibelios, para evitar que el incívico de turno decida cuándo y cómo el resto de sus vecinos oiga la melodía que él determine. No obstante, para disparatado contrasentido, el que está acaeciendo en el patio interior, de un pueblecito de Barcelona, al que da la vivienda donde resido. En él se están instalando refinados urbanitas que, de acuerdo a su sutil moral, la primera reforma que acometen en sus respectivas residencias es el aislamiento visual de sus patios con el fin de salvaguardar sus intimidades del resto de residentes. Evidentemente, a este respecto, nada se debe objetar. Pero, infortunadamente para los provincianos, este peculiar automatismo de los recién arribados que les impele a salvaguardar su intimidad visual no guarda coherencia con permitirnos que seamos conocedores de sus más íntimas… preferencias musicales.

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